domingo, 8 de noviembre de 2009

Amor a primera vista

Unos años después de terminada la Guerra Civil Española Dña. Rosa era maestra de la escuela de niñas en un pueblecito perdido en unas montañas, un día de invierno, con nieve y mucho frío, llegaron a su escuela buscando refugio en medio de una ventisca cuatro soldados con un prisionero.



El prisionero llevaba unos pantalones rotos atados con una cuerda, unos zapatos viejos y sin cordones empapados de agua y una camiseta blanca de esas de tirantes, estaba aterido de frío, temblando. Dña. Rosa preguntó que había hecho mientras se sacaba una chaqueta de lana que llevaba puesta y se la colocaba al prisionero, incapaz de moverse a causa del frío.

Con la autoridad que le daba su cargo (parece que entonces un maestro era muy importante en según que cosas, en otras, lamentablemente no tanto) le pidió a los soldados que lo acercasen a una chimenea en la que chisporroteaba el fuego, estuvieron allí un buen rato hasta que pasó la ventisca.



Cuando se fueron, el prisionero quiso devolver a Dña. Rosa la chaqueta de lana, pero ella se negó, le escribió en un papelito la dirección de ella y le dijo que cuando estuviese bien allá a donde fuese se la enviase.



El prisionero le dijo a Dña. Rosa que no era necesario, que iba a durar poco, posiblemente por el camino le aplicarían la "ley de fugas", ella se acercó, le dió un beso en la mejilla y le dijo "por lo menos te la aplicarán estando caliente".



Los soldados, desabridos, le dieron un empujón al prisionero y se lo llevaron de allí.



20 días después Dña. Rosa recibía un pequeño paquete con la chaqueta y una carta, la carta hablaba de amor, pero era un amor imposible, al prisionero no le había aplicado la ley de fugas, pero estaba en Marruecos, en trabajos forzados y aquello podría ser eterno.



Dña. Rosa le contestó con otra, también hablando de amor, porque ella, también había tenido esos sentimientos hacia él desde el momento en que lo vió entrar con los soldados por la puerta de la escuela.



Así estuvieron carteandose cinco años, ella jurándole amor eterno en cada una de sus cartas, y él diciendole que no perdiese el tiempo, que aún si lograba salir de la cárcel, dado que las autoridades le harían la vida imposible, se tendría que ir del país.



Un buen día Dña. Rosa dejó de recibir correos de su amado prisionero, preguntó a las autoridades por él y poco menos que la mandaron a la mierda, la policía fue varias veces a su casa preguntando por él, otras simplemente se los encontraba ocultos en las proximidades de su vivienda.



Supuso que su amado habría huido de sus carceleros, pero ¿como? ¿donde estaba? ¿como estaba? ¿estaría vivo?



Pasados casi dos meses el cabo de la Guardia Civil le entregó una carta a Dña. Rosa, estaba abierta "tuvimos que hacerlo, ordenes" -le dijo- "me dijeron que no se la diese pero... no diga que se la he dado, a nadie" y el cabo se dio la vuelta y se marchó.



En la carta su amor le contaba que efectivamente, en una conducción de presos en tren había saltado, le dispararon y le dieron en una pierna, la bala pasó, según él, limpia, así que la curó como pudo y tras mil vicisitudes, a pie, por los Pirineos, cruzó la frontera. En la misiva le pedía que lo olvidase, ella tenía un futuro en España como maestra y él... bueno, trabajaba en un taller de maquinaria agrícola con un amigo del frente que estaba allí exiliado y vivía en una pensión "de mala muerte".



En la parte de atrás del sobre estaba el remite de quien ella tanto quería. Habló con el inspector de escuelas públicas y renunció a su cargo, y un viernes, con una pequeña maletita, cuatro cosas y la chaqueta de lana que en su día le había dado al prisionero se montó en un tren que cruzaría los pirineos.



Dos días después, de mañana, estaba en la puerta del taller donde trabajaba su amado, lo vio desde la puerta, el estaba de espaldas, trabajando en el motor de un tractor "vine a traerte una chaqueta por si tenías frío" -le dijo- la única pierna que él tenía (la bala no había pasado tan límpia y ya en Francia le tuvieron que amputar la pierna) no fue capaz de soportar la emoción y se cayo de culo.



Ella, que había estudiado francés, no tardó mucho en ponerse a trabajar como maestra de los hijos de una familia adinerada, alquilaron una pequeña casita, después, empeñandose, compraron una más grande donde montaron un taller de maquinaria agrícola y tras colocarse ella en la enseñanza pública francesa, en esa misma casita tuvieron a sus dos hijos.



Los hijos, amigos de mi novio, trajeron unos días a sus ancianos padres a ver España (no habían vuelto desde entonces) y fueron los dos abuelos los que me contaron esta historia, lo más asombroso es que me la contaron sin perder en ningún momento la sonrisa, sin remordimientos ni odio contra nadie (esto tiene su miga, hay gente que ni de lejos vivió aquella guerra y... odia demasiado).



Un detalle de ellos que me encanta, estoy hablando de un señor de noventa y dos años y una señora de noventa y uno eh: van por la calle despacito, muy lúcidos y siempre abrazados o de la mano y cuando a veces se paran se dan besitos con una ternura y un amor infinitos, igual que unos adolescentes.



Ante mi extrañeza responde su hijo mayor: siempre fueron así.

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domingo, 8 de noviembre de 2009

Amor a primera vista

Unos años después de terminada la Guerra Civil Española Dña. Rosa era maestra de la escuela de niñas en un pueblecito perdido en unas montañas, un día de invierno, con nieve y mucho frío, llegaron a su escuela buscando refugio en medio de una ventisca cuatro soldados con un prisionero.



El prisionero llevaba unos pantalones rotos atados con una cuerda, unos zapatos viejos y sin cordones empapados de agua y una camiseta blanca de esas de tirantes, estaba aterido de frío, temblando. Dña. Rosa preguntó que había hecho mientras se sacaba una chaqueta de lana que llevaba puesta y se la colocaba al prisionero, incapaz de moverse a causa del frío.

Con la autoridad que le daba su cargo (parece que entonces un maestro era muy importante en según que cosas, en otras, lamentablemente no tanto) le pidió a los soldados que lo acercasen a una chimenea en la que chisporroteaba el fuego, estuvieron allí un buen rato hasta que pasó la ventisca.



Cuando se fueron, el prisionero quiso devolver a Dña. Rosa la chaqueta de lana, pero ella se negó, le escribió en un papelito la dirección de ella y le dijo que cuando estuviese bien allá a donde fuese se la enviase.



El prisionero le dijo a Dña. Rosa que no era necesario, que iba a durar poco, posiblemente por el camino le aplicarían la "ley de fugas", ella se acercó, le dió un beso en la mejilla y le dijo "por lo menos te la aplicarán estando caliente".



Los soldados, desabridos, le dieron un empujón al prisionero y se lo llevaron de allí.



20 días después Dña. Rosa recibía un pequeño paquete con la chaqueta y una carta, la carta hablaba de amor, pero era un amor imposible, al prisionero no le había aplicado la ley de fugas, pero estaba en Marruecos, en trabajos forzados y aquello podría ser eterno.



Dña. Rosa le contestó con otra, también hablando de amor, porque ella, también había tenido esos sentimientos hacia él desde el momento en que lo vió entrar con los soldados por la puerta de la escuela.



Así estuvieron carteandose cinco años, ella jurándole amor eterno en cada una de sus cartas, y él diciendole que no perdiese el tiempo, que aún si lograba salir de la cárcel, dado que las autoridades le harían la vida imposible, se tendría que ir del país.



Un buen día Dña. Rosa dejó de recibir correos de su amado prisionero, preguntó a las autoridades por él y poco menos que la mandaron a la mierda, la policía fue varias veces a su casa preguntando por él, otras simplemente se los encontraba ocultos en las proximidades de su vivienda.



Supuso que su amado habría huido de sus carceleros, pero ¿como? ¿donde estaba? ¿como estaba? ¿estaría vivo?



Pasados casi dos meses el cabo de la Guardia Civil le entregó una carta a Dña. Rosa, estaba abierta "tuvimos que hacerlo, ordenes" -le dijo- "me dijeron que no se la diese pero... no diga que se la he dado, a nadie" y el cabo se dio la vuelta y se marchó.



En la carta su amor le contaba que efectivamente, en una conducción de presos en tren había saltado, le dispararon y le dieron en una pierna, la bala pasó, según él, limpia, así que la curó como pudo y tras mil vicisitudes, a pie, por los Pirineos, cruzó la frontera. En la misiva le pedía que lo olvidase, ella tenía un futuro en España como maestra y él... bueno, trabajaba en un taller de maquinaria agrícola con un amigo del frente que estaba allí exiliado y vivía en una pensión "de mala muerte".



En la parte de atrás del sobre estaba el remite de quien ella tanto quería. Habló con el inspector de escuelas públicas y renunció a su cargo, y un viernes, con una pequeña maletita, cuatro cosas y la chaqueta de lana que en su día le había dado al prisionero se montó en un tren que cruzaría los pirineos.



Dos días después, de mañana, estaba en la puerta del taller donde trabajaba su amado, lo vio desde la puerta, el estaba de espaldas, trabajando en el motor de un tractor "vine a traerte una chaqueta por si tenías frío" -le dijo- la única pierna que él tenía (la bala no había pasado tan límpia y ya en Francia le tuvieron que amputar la pierna) no fue capaz de soportar la emoción y se cayo de culo.



Ella, que había estudiado francés, no tardó mucho en ponerse a trabajar como maestra de los hijos de una familia adinerada, alquilaron una pequeña casita, después, empeñandose, compraron una más grande donde montaron un taller de maquinaria agrícola y tras colocarse ella en la enseñanza pública francesa, en esa misma casita tuvieron a sus dos hijos.



Los hijos, amigos de mi novio, trajeron unos días a sus ancianos padres a ver España (no habían vuelto desde entonces) y fueron los dos abuelos los que me contaron esta historia, lo más asombroso es que me la contaron sin perder en ningún momento la sonrisa, sin remordimientos ni odio contra nadie (esto tiene su miga, hay gente que ni de lejos vivió aquella guerra y... odia demasiado).



Un detalle de ellos que me encanta, estoy hablando de un señor de noventa y dos años y una señora de noventa y uno eh: van por la calle despacito, muy lúcidos y siempre abrazados o de la mano y cuando a veces se paran se dan besitos con una ternura y un amor infinitos, igual que unos adolescentes.



Ante mi extrañeza responde su hijo mayor: siempre fueron así.

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